Cuando el anhelo se hizo tangible

Una visita al Pabellón Puente de Zaragoza y un reencuentro con la vocación que me hizo arquitecto.

Pabellón puente
Pabellón puente, fotografía de Jorge Rodriguez Fram

Hace unos días, Andrés, un compañero de trabajo, me comentó que, a solo unos kilómetros de la oficina, había una obra de Zaha Hadid. Ni él podía creer que yo no lo supiera, ni yo podía creer que fuera posible. Tenía que verlo con mis propios ojos, y así era: se trataba del Pabellón Puente, diseñado por Zaha Hadid para la Expo 2008 de Zaragoza.

Decidí esperar un par de días para visitarlo; quería conocerlo con calma, sin las prisas de la rutina diaria. Me sorprendió descubrir que aquella obra estaba justo detrás del Mercadona al que suelo ir entre semana a comer, ignoraba por completo que estuviera tan cerca.

El sábado 11 de octubre, en plenas Fiestas del Pilar, fue el día elegido. Me dispuse a ir al atardecer, sobre las 19:30, cuando la luz es suave y dorada. Tomé el mismo autobús que uso cada día para ir al trabajo, pero esta vez con la mente libre de pendientes, lleno de ansiedad y expectación: iba a ver por primera vez una obra de Zaha Hadid. Elegí esa hora para apreciarla en su estado más puro, sin el contraste de las luces fuertes ni las sombras cegadoras. Quería observar su forma, su movimiento, la manera en que se integraba al paisaje, quería sentir la cotidianidad de una obra que en la universidad parecía inalcanzable, casi puesta en un pedestal.

Ahora, con algunos años de experiencia como arquitecto, sabía que la manera en que la vería sería distinta; iba con la mente preparada para encontrar en la tierra aquello que, durante mis estudios, me parecía de otro planeta. Llegué a la parada de autobús más cercana, curiosamente la misma que tomo todos los días. Desde allí se alcanza a ver un Lidl, la cruz de una iglesia… y, a pocos metros, mi destino.

Me guié por el mapa del móvil; parecía más lejos de lo que realmente estaba, pero bastaron unos pasos para verla: esa figura piramidal que enmarca la entrada al pabellón. No podía creerlo, estaba ahí, entre el suelo y el cielo. Me fui acercando poco a poco, viendo cómo se desplegaban esas curvas que tantas veces admiré en mis años de estudiante, las curvas que me inspiraron una y otra vez y que ahora se materializaban frente a mí, revelándose con cada paso.

Sentía la emoción recorrerme el cuerpo, no sé si respiraba o si había dejado de hacerlo. No quise acercarme del todo al principio, me quedé a lo lejos como un animal que se aproxima con cautela a algo desconocido, observando, rodeando, tratando de entender. Bajé la cuesta verde que lleva al parque de formas circulares, cubierto de un césped vivo y tupido, y desde allí, más pequeño, miré hacia arriba y vi cómo la luz del sol rozaba tímidamente la piel de aquel ser orgánico que se fundía con la vegetación, con el cielo, con la vida misma de las personas que lo rodeaban: unos caminaban, otros paseaban a sus mascotas, otros hacían ejercicio, y yo solamente contemplaba.

Para mí era una experiencia completamente nueva; no entendía cómo la gente podía seguir con sus rutinas sin detenerse a mirar aquel gigante, pero pronto comprendí que eso era precisamente lo más hermoso:

El pabellón formaba parte de la vida de la ciudad, estaba integrado en ella. Aquella obra que durante años vi en pantallas como un símbolo de revolución y aspiración arquitectónica ahora se mostraba tranquila, domesticada por el tiempo, como un ser mitológico dormido, en paz consigo mismo, habiendo superado la excitación de la moda y coexistiendo amablemente con su entorno. Sí, todo eso pensé mientras lo observaba, aún desde cierta distancia.

Cuando por fin acepté que era real, me acerqué a la entrada y vi gente pasar con naturalidad. Pensé que habría que pagar para entrar, pero no, el acceso era libre, todos podían recorrer la obra de aquella arquitecta anglo-iraní que entre los 2000 y 2010 revolucionó la arquitectura.

El interior se sentía como lo había imaginado: moderno, dinámico, nada convencional. Mi ojo crítico disfrutaba analizando cada detalle de una de mis grandes referentes, reconociendo lo bueno y lo no tan bueno, porque en las cuestiones de la arquitectura hay que ser honestos: cada aspecto cuenta en la experiencia del espacio. No podía creer que caminaba sobre la visión materializada de Zaha, tratando de descifrar sus intenciones, sus motivaciones, sus miedos, sus decisiones, estaba fascinado y curioso, como un niño que ve el mundo por primera vez.

En medio del recorrido, una exposición de coches aportaba un aire fresco y elegante al lugar. En un punto del pasillo, estaba ella: su figura en una fotografía, con esa pose y mirada neutra tan característica, junto a un pequeño memorial que narraba la historia del proyecto y su sensible fallecimiento en 2016. Sin embargo, al estar allí, era como si siguiera viva, presente en cada curva, en cada línea, en el flujo continuo del espacio que tanto defendió.

Era una sensación indescriptible. Me saqué todas las fotos que pude, pidiendo ayuda a otros visitantes, sin preocuparme de si salían bien; solo quería conservar el recuerdo de haber estado allí, no porque fuera su mejor obra, sino porque era la primera que podía ver con mis propios ojos.

Al salir, emocionado y feliz, llamé a mi padre, quien también es arquitecto y a quien le heredé el gusto por la arquitectura, para compartirle la experiencia. También llamé a uno de mis mejores amigos para darle la noticia. Me quedé mirando la entrada una vez más, ahora desde el otro extremo, mientras caía la noche. No podía dejar de repasar con la vista las curvas que se formaban en el espacio, agradecido por vivir ese momento.

No sé si era yo el que estaba allí o mi versión de 20 años, aquella que pasaba noches enteras dibujando y soñando con alcanzar una fracción de la grandeza que veía en las obras de Zaha Hadid. Quizá éramos muchas versiones de mí, acompañándome y presenciando ese maravilloso instante.

 

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